El Consejo Regulador de la Denominación de Origen Vinos de Lanzarote acaba de confirmar lo que ya se preveía: la cosecha de 2013 ha sido un pedazo de cosecha. Diría más: ha sido un cosechón (sorpresa la mía cuando comprobé que el palabro no es tal, sino que existe en el Diccionario de la RAE. Eso sí, sin noticias de «enoturismo»…).
En total, se han recogido 2.184.287 kilos de uva, la mayor cantidad desde 2006 y un 22% más que la recolectada en la isla el pasado año (1.779.799 kilos). ¡Enhorabuena a la gente del campo!
El caso es que, aprovechando el balance tan positivo de la vendimia recién terminada, he echado la vista unas semanas atrás y he recordado la jornada de recogida de uva tan simpática que compartí en agosto con la (extensa) familia Acosta. Hace un tiempo conté la visita a Bodegas El Grifo en pleno proceso de recolección; ahora toca narrar «la otra forma» de vendimiar y producir vino, fuera del circuito comercial: se trata de hacer vino solo por el placer de beberlo y disfrutarlo.

La jornada en La Geria comienza antes del alba (confieso que yo me perdí y llegué un poco más tarde), con ese fresco muy de agradecer que se acabará echando de menos a medida que el día crezca. Son las horas de la bruma, que avanza desde Timanfaya y permite que el picón absorba una humedad crucial para el desarrollo de la uva en ese entorno volcánico tan hostil como maravilloso.
Al llegar algo tarde, el patrón Miguel y su cuadrilla ya se habían repartido todos los útiles necesarios para las tareas de recolección y se movían como hormigas entre hoyos y laderas. Ese día tocaba recoger malvasía y listán negro, y dejaban la moscatel pendiente para más adelante. La experiencia, años y años dándose palizas tremendas solo por placer, les sirve para saber cuándo la uva está o cuándo no está. Y no fallan.
Al hoyo
La maniobra es tan simple como incómoda: en cada hoyo suele haber una sola cepa, y se trata de meterse y agacharse para cortar los racimos con tijeras especiales, llenar las famosísimas cajas amarillas (en el caso de la uva blanca) y salir camino del siguiente hoyo. En llano van tirando, pero en ladera hay que mirar por dónde pisas no vaya a ser que acabes rodando tú volcán abajo.
Y así hoyo tras hoyo, ladera tras ladera, caja tras caja. Luego se cargan en la también famosísima «camioneta» y se llevan hasta el almacén. Y vuelta a empezar. Ese día había llegado gente de otras islas, con lo que en un par de horas terminaron de recoger la uva de todas las fincas que se habían programado.
Es a partir de entonces cuando comienzan las tareas de bodega: el prensado (manual, pero casi sin pisar), el encubado, la fermentación… En fin, todos esos pasos que permitirán que un tiempo después el trabajo duro del campo se plasme en ese manjar que llevarse a la boca.
Y pese a que yo vendimiar, vendimié poco, sí me invitaron a un buen desayuno-almuerzo-enyesque con chorizo, lomo, pan y vino tinto, por supuesto. Mientras comentaban la jugada, preparaban ya el fuego para asar el pescado de la comida, con lo que se preveía que la jornada iba a prolongarse. Es lo que podríamos llamar la Fiesta de la (otra) Vendimia de Lanzarote. ¡A la próxima me quedo hasta el final!

Antes de irme, le hice al patrón Miguel la pregunta que me rondaba en la cabeza desde el día anterior: «¿Y todo este trabajo duro, tantos años, para qué?». Y la respuesta fue simple y contundente: «Por el placer de beber el vino». Pues eso: que el vino lo hace gente; y el vino bueno lo hace buena gente.